viernes, 16 de abril de 2010

La Flor sin Nombre




La Flor sin Nombre
Por Fabián Núñez Baquero
16/04/10

A Trotsky, con amor

No es fácil encontrar un muchacho de talla descomunal, de aspecto reposado y ceremonioso y con manos y ojos sólo expeditos para su flor. Y si existe en un barrio alejado de la ciudad, en alguna casita destartalada por la improvisación y los límites del peculio, es por demás raro. Ahora la aurora ni siquiera se viste de gala. Apenas se la divisa salir un poco deforme y estrangulada por una neblina de ciudad sitiada por la polución y la gelidez. Los árboles se arropan hacia arriba buscando un poco de aire o de calor. El panorama debió conocer muy bien el poeta que pintó el purgatorio o el pintor que diagramó los cuentos de Poe. Pero así de sombrío y todo, en esta esquina del universo, habita un muchacho como éste que se levanta tan temprano, sin importarle el frío, la llovizna ni nada, sólo para atender a su flor. Posee apenas una pequeña maceta que la compró entusiasmado en alguna de esas tiendas de cacharros de cerámica o talvez en un supermercado.
Al principio no lo supo muy bien, talvez fue apenas una especie de pálpito emocional, de afecto natural, espontáneo, que surgía, tembloroso, pero convincente, de sus propias vivencias interiores. A lo mejor fue influenciado por esos rayos de largo alcance de algún programa televisivo que muestran paisajes y plantas- talvez ya inexistentes- como escaparates de modas o entidades educativas bulliciosas en su Casa Abierta o festividades conmemorativas. Nadie lo sabe. Pero cuando se detuvo en el muestrario de semillas vio varios nombres en cada uno de los paquetitos con su funda bien impresa que mostraba títulos de extraña coloratura y nomenclatura latina, demasiado evidentes en sus grafías impresas y de exacta simetría fotográfica.
Pero justo escogió un paquete cuya funda un poco decolorada, estropeada por el tiempo, llevaba escrito a mano una leyenda simplemente sincera: “flor sin nombre”. Seguramente la puso el dueño del establecimiento o el empleado, quienes no querían perder una mercancía a la cual se le había nada más perdido la seña fotográfica, el nombre. Ellos sabían que ahí existía un futuro y un color, clorofila y luz condensadas en la semilla. Pero ni ellos ni el muchacho pensaban en cuánto había de conocimiento y de técnica de la humanidad- desde qué épocas remotas y desde qué manos y qué ojos-que estaban concentrados en ella. Los dueños de la tienda pensaban en su rentabilidad y el muchacho se fascinaba con la sensualidad aleatoria de saberse dueño de una flor que no tenía nombre, que no era común, que, a lo mejor, sólo él la poseería a sus anchas. Y se enorgullecía por anticipado de ser el propietario, nada más y nada menos, de una “flor sin nombre”.

Eso fue hace unas semanas, talvez un mes y medio o dos. Había que ver cómo se consiguió una paletita para remover una tierra que la había preparado con una paciencia de entomólogo o físico de partículas. Fue a la carpintería de la esquina de su casa para conseguir aserrín, usó de desperdicios orgánicos de la propia cocina de su casa: cáscaras de frutas y rezagos de lo mismo. Se inventó una mezcla, una colada combinatoria para fortalecer la tierra, el alimento de su planta. Y luego, en un ceremonial- que él no sabía que se repetía desde hace milenios y no por ello era menos esplendente- para él fastuoso e importante, procedía a introducir sus semillas en el mínimo espacio de su maceta. Hizo lo mismo en otras improvisadas de ollas agujereadas o en desuso porque resultó que la fundita tenía muchas, talvez demasiadas semillas. Y para que no falte nada, dispuso de un atomizador pequeño de plástico para la irrigación. Y...se puso a esperar.. Cada día mostraba a su padre los progresos por más invisibles e hipotéticos que parecían: La humedad, el color de la tierra, cierto abultamiento...cualquier síntoma. A él le convencía una fascinación interior, una certeza de que la tierra, que con tanto afán había preparado,y el agua del modesto atomizador, hacían su trabajo increíble, perseverante, cada segundo. Él no dudaba, sabía, con absoluta evidencia, que su flor estaba surgiendo desde sus propias mínimas posibilidades. Pero lo que más le ponía a pensar es cómo sería, qué tallo, qué hoja, qué matiz, qué rostro tendría su “flor sin nombre”.
En un día de esos días aparecieron los primeros brotes de una clorofila un tanto opaca, dura. El muchacho se sintió un poco apenado. Vio las otras ollas-macetas, y peor, no daban señales de vida. Pero en su maceta comprada puso el mayor fervor, y volvía a verla, a reverla, a rociarla con delicadeza. Talvez alguna enfermedad no le dejaba a su flor libre el camino, talvez él no tuvo el suficiente cuidado, quizás... Y claro que en sus ojos se adivinó la tristeza. Pero él sabía que estar triste no significa estar derrotado. Quien no se siente triste alguna vez no es un hombre, es una máquina, decía a los pocos amigos que lo rodeaban. Y entendía perfectamente que su planta podría no nacer con todos su atributos realizados, que incluso podía morir, pero nada de esto le quitaba la esperanza. De modo que se dedicó a remover con cuidado la tierra de su maceta, y de las otras también. Madrugaba más, le ponía un poco de aserrín, alas de moscas, de mariposas y no de dejaba por la noche sin agua a su flor.
Sólo él y nada más que él velaba por su flor. Se podía ver en su rostro los vaivenes del azar del tiempo y la esperanza, pero nadie que fuera sensitivo podía adivinar en él una pizca de duda. Y así fue cómo vio nacer primero las hojas verdes, amplias, ya no tan duras o desvaídas, sino con un color de borraja firme. Las vio erguirse desafiantes, fuertes, ya sin ninguna vacilación y luego , en una mañana que para él fue imposible prever, ni siquiera pudo asistir al nacimiento de su flor. Las flores tienen su pudor, se esconden para alistar sus atuendos y colores esplendorosos, para presentarse de improviso como una sorpresa perfumada.
¿Y saben lo que descubrió? Un pequeño sol terrestre construido por pétalos y aromas, con un color que es y no es del sol, que parece girar en su propio tallo de gravitación de oro. El muchacho se alegró y se entristeció al mismo tiempo. ¿Por qué? Porque su flor sin nombre tenía nombre. Y por más que la haya pintado con demencia y esplendor uno de los más grandes pintores del mundo, era una flor muy conocida y le llamaban- con una razón matemática y real- girasol. Un sol que gira, una flor bella, es verdad, pero no tenía la rareza única que esperaba, muchos otros la poseían. Él buscaba una flor que nadie conociera, que nunca hubiera nacido todavía. Pero su frustración duró muy poco. De rodillas ante su flor de los mundos, tan conocida y pródiga, tan demasiado popular, él dijo: “ Todo podrá ser, pero es mía. Es girasol, lo sé, pero éste, tal como le veo, tal como lo preparé y le esperé, es único, sólo podría nacer así, en esta maceta, aquí en mi casa y aquí en mi corazón. Es fruto de lo más alto de mi esperanza, de lo que más quise y lo que más quiero, con eso me basta.”
Desde entonces este pequeño sol terrestre gira con un esplendor original en la casa de este muchacho del cual no quiero decir su nombre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy agradecido de verdad por el cuento! en agradecimiento debería componer algo como el "poema inconcluso" dedicado a mi querido Escritor. Saludos Trotsky.

¿Hasta cuándo?…

¿Hasta cuándo?… P or Fabián Núñez Baquero 18/03/22   ¡ No más guerras por Dios! ¡ No más negocio...