Teoría
y práctica de la belleza
Por
Fabián Núñez Baquero
14/08/19
Una palabra pulcra, escogida, contribuye a la limpieza de la mente,
de la persona y al bienestar de las relaciones humanas. Y no exige en
quien lo posee ninguna recompensa ni requiere tener un título o
diploma que acredite su uso. Entre la índole natural y la postiza se
interpone un océano de diferencia como entre el coloso de Memnón y
un higo. La distancia entre la delicadeza, la belleza de una flor y
el cerdo que la pisotea, es en realidad monumental.
Y , por supuesto,
se debe tener la capacidad para percibirla y en esta percepcion del
ser humano se nota el grado de sensibilidad y la escala de cultura de
cada persona.
Y desde luego estas virtudes nada tienen que ver con un título o
grado de instrucción profesional. Hay analfabetos de exquisito
comportamiento, de mente aguda y de extrema sensibilidad para
comprender al hermano de ruta en la existencia. Por el contrario, y
para extremar el ejemplo: hay poetas que en la práctica social
abandonan la pulcritud, la estética de su oficio, para adoptar la
conducta vulgar o grosera de las personas bastas.
De manera que entre la teoría de la belleza, la sensibilidad y su
práctica, existe un abismo de realidad. Para ejercer la virtud de la
belleza, la fineza de las relaciones humanas, nada tienen que ver los
títulos, diplomas o el nivel de instrucción de cada uno. Por lo
regular también en este caso la regla es filosófica: no hagáis
a otros lo que no queréis que os hagan a ti . O lo que el refrán
popular aconseja cada vez: poneos siempre en los zapatos del otro.
Este proceder no es nada fácil en la cotidianidad: es como dejar la
pereza y hacer gimnasia todos los días; no hacer trampa, no robar ni
mentir y trabajar para delinear las paredes del espíritu.
Si queréis ser un buen poeta antes debéis ser una buena persona. Un
buen verso surge del manantial interno y tiene su misma calidad.
Podéis engañar sólo hasta cierto punto usando oropel en lugar de
verbo sustantivo, pero tarde o temprano los quilates del oro o de la
hojalata salen a la luz. Es el principio de compensación el que
siempre predomina: la vida es un cedazo que recoge, matiza lo mejor,
lo excelente y deja al fondo la escoria, lo invaloro.
Podéis copiar
lo excelsior, sin ser genuinos y publicitar a voz en cuello que sois
los mejores , y sin embargo, las orejas del burro saldrán a lucir
por atrás de tus abalorios. El poeta verdadero representa a lo mejor
de la especie y cada verso suyo lo entiende la humanidad, los mejores
de ella. Por eso, versos como estos de Vielé Grifin son eternos:
Sin
la prisa de vivir que mancha y profana
sin
malos goces de alma
sin
que se me nombre,
solo
como ayer, como hoy y todavía
encorvaré
como un sarmiento de bronce
mi
secreta energía...
Estos versos solo pudieron surgir de la profunda convicción del ser.
Son bellos y profundos porque el alma del poeta lo es. Esto no
implica que el estudio de un poeta o la cabal lectura de un libro
sean ociosos. Estudiar un dístico, un verso poema, un cuarteto o
escribirlos, es la práctica de la estética, de la belleza. Y si hay
un ejercicio de lo bello en las palabras es porque existe belleza
interior. La buena palabra no solo es ornamento sino que prepara al
buen comportamiento, forma el carácter y educa la mente y los
sentidos. El canto del poeta nos recuerda que el mundo no está del
todo perdido.
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